LITERATURA

Solo llegó por él, un cuento de Augusto Ruidías Farfán

I

Ese lunes de la última semana de diciembre fue diferente al resto del año. No entró por el jirón Bolívar, como lo hacía todos los días, sino por el jirón Pizarro, luego de caminar recto, desde la avenida España, que abraza dejando ver sus manos enlazadas y en círculo al centro antiguo de la ciudad, como lo hace una madre con su hijo.

Allí, en la avenida España, está el paradero del microbús, y camina hasta la Corte de Justicia, que se ubica a media cuadra de la Plaza de Armas de Trujillo, en donde la bordean los jirones Almagro, Independencia, Orbegoso y Pizarro, hasta llegar al lado de la Iglesia de los Mercedarios, que es una iglesia antigua, que precede al Convento también antiguo y que ahora aloja a jueces y trabajadores de la Corte Superior de Justicia de la Libertad, antes la Corte de Justicia del Norte.

El mito urbano aviva la idea de que son más de doscientos años de posesión en el Convento, pero –¡qué va!– Bolívar, su creador, no instaló el Palacio de Justicia precisamente en el Convento mercedario; lo hizo Sánchez Carrión, el Solitario de Sayán, en otra casona que hoy funge de banco. Sí pues, el liberteño llevó el encargo de Bolívar: instalar la flamante y neonata Corte, que fue una semana jubilar y que lo hizo merecedor, en nuestros tiempos, de su medio busto y del recuerdo del acta de instalación, que lleva estampada su orgullosa firma, descolorida por el tiempo, ahora cubierta con madera y pan de oro, con una luna transparente, que permite ver la letra casi artística de la época; y otro cuadro, en el que se destaca su sombrero encintado y poncho huamachuquino, y también su estampa.

Y es que cada Corte de Justicia acoge el recuerdo de su fundador y, como sucedió en el norte, en el sur, por ejemplo, conservan el acta con la firma del mismísimo Bolívar, aunque, como dicen los trujillanos, eso no cambia la historia: la Corte del Norte nació con la República en 1824, antes que los mismos limeños y arequipeños ¡Nada menos! Y en eso los superan; lo dicen con orgullo bolivariano que se extiende hasta nuestros días.

II

La lluvia finita, de ese mes de diciembre, humedecía levemente con gotitas de agua, el uniforme antiguo de Lucho Bienvenido, camisa celeste y pantalón azul, con pequeñas manchas blancas, como si fueran islas de una playa del norte del Perú, y se persignó antes de tocar la puerta de madera gigantesca, que solo vemos en las iglesias que los españoles pusieron por doquier; de dos alas que se abren en ocasiones especiales y con cerrojo interior de las casas virreinales. Sí pues, se persignó, como lo hacía, al otro lado, en el jirón Bolívar, cuando pasaba por la iglesia San Agustín; pero, esta vez, más rápido que de costumbre, solo alzó el dedo índice de la mano derecha hacia su frente, luego del pórtico del estómago pasó al hombro izquierdo luego al derecho, y finalmente un tímido beso adolescente, con el mismo dedo índice, en la punta de sus labios. Tres golpes a la puerta grande de dos alas, con los nudillos del dedo medio y le abrió el vigilante, casi dormido. 

–Entra, Lucho–, le dijo y agregó: ¿Qué pasó? ¿No has dormido?

–Más o menos–, contestó parcamente. 

–¿Y por qué por esta puerta?– le replicó el vigilante.

–El aire, el aire, me trajo por este lado–, contestó Lucho con ironía.

III

La Corte, imponente como siempre, con el patio también impresionante, despedía la moribunda neblina primaveral con la lluvia finita, que dejaba ver, a medida que avanzaba, el local de la Relatoría donde trabajaba, al fondo hacia la izquierda, y se apreciaba tímidamente esos íconos inigualables e inamovibles de medio busto, Bolívar y Sánchez Carrión; y a los costados, en dos pisos, un bosque interminable de arcos y columnas coloniales, que circundan el patio central, y que, a esa hora, como en la media noche, suelen generar sensaciones de asombro y, a la vez, miedo.

pues, de miedo, porque ya había escuchado en alguna oportunidad, cuando muy extenuado, se quedó hasta las 7 de la noche a avanzar con su trabajo que consistía en compaginar los papeles de ruma en ruma, que formaban expedientes cosidos en la orilla, con conos de hilo grueso al lado, punzón y dedal en mano. Eran escritos, sí, escritos de todo tipo, pidiéndole al juez, como en las cartas a Santa Rosa de Lima, los 30 de agosto de cada año, se libere al familiar de la atormentada cárcel, se desocupe del inmueble al ocupante precario, se pague la deuda atrasada, avance el lento juicio, se admita la demanda y tantas peticiones que se cuentan de a miles, y que Lucho miraba, ordenaba, cosía y colocaba en los estantes de madera. Ese estante cobijaba cientos de expedientes clasificados por la letra inicial del apellido del demandante. “¡Esto es la vida en convivencia pacífica!”, decía internamente. O también pronunciaba la antigua frase “el que no resbala cae” en este sitio. 

Sí pues, como digo, había escuchado esa noche que la máquina de escribir con las que se tipeaban las sentencias sonaba desesperadamente con sus viejas teclas, pero sin presencia de parroquiano ni de trabajador alguno. ¡Y carajo! A eso de las siete de la noche sí que se escarapela la piel como gallina. También había oído a los jueces dictar los fallos, pero no a los condenados, sino a sus sombras o a las siluetas de antiguos presidiarios; y, lo que lo excitaba al comienzo, terminó por acostumbrarlo en los siguientes años: se hizo amigo de sombras y siluetas que prendían y apagan misteriosamente los focos de salas y juzgados, que cuchicheaban sin parar, que sonaban las cucharas y cuchillos cuando pretendían cenar sin plato de por medio, que se escuchaba el güergüero de otra silueta con esa sed de larga caminata. En fin, miles de historias hacían llevadero el momento, cuando a partir de las siete de la noche se quedaba en el lugar. 

IV

“Qué hermoso espectáculo ver la arquitectura judicial sin litigantes de por medio, solo con la luz de la mañana”, decía Lucho mientras caminaba y avanzaba hacia la Relatoría. Cuando llegó, se dio cuenta, sorprendido, de dos cosas. Moviendo vivamente los ojos que reflejaban el fin de su pereza matutina y sobándoselos con el agujero que se forma con la mano cerrada, entre el dedo índice y el pulgar, vio que el juez Ramaycuna había amanecido y llegado antes que él, y que un animal imperturbable también había ingresado previo a su llegada; y claro, ni por el lado antiguo del jirón Pizarro ni por el ala moderna del jirón Bolívar lo había hecho. Sí, seguro, estoy seguro, había ingresado, no me queda la menor duda, por el patio abierto, volando a media noche, desafiando a las imaginarias de la Corte: Bolívar y Sánchez Carrión.

Este nuevo personaje, de ojos abiertísimos, de rara y extraña mirada, de pelaje blanquecino, con pintas grises, brazos plumíferos pegados al cuerpo como soldado y patas inclinadas casi arrodilladas, miraba –¡qué mirada!– sin pestañear al juez y al relator, y estaba encima de un escritorio, una percha, de las antiguas bodegas en donde se atendía al público que acudía a la Corte de Justicia. ¡Caramba!, es cierto, el animal imperturbable, los ojos firmes, la mirada directa, la que ponía tu padre, cuando a los quince, a los quince años, te pasabas un minuto del permiso que te había dado para el baile de un sábado por la noche. Sí, esa mirada penetrante sin bajar los ojos, profundamente inquisidora. 

–Es una lechuza–, se le escuchó decir a Ramaycuna, el juez. 

–Y vuelan de noche buscando voces estertóreas y agonizantes, cuerpos moribundos; pero nunca vienen de día–, replicó Lucho, como un perito en la materia.

Y así empezó y continuó un diálogo casi interminable hasta la hora de ingreso de los jueces y empleados, para explicarse –preguntas y respuestas, idas y venidas– la presencia del inamovible pájaro que miraba fijamente a sus interlocutores sin emanar ningún ruido. 

–¡Qué mirada! Son pájaros de malagüero –continuó el juez– y en Chepén, que es mi tierra, suelen tirarle todo tipo de objetos por la noche cuando pululan y se posan en los viejos techos rojos y pinos de grandes raíces y los corren porque anuncian la llegada de una noticia triste y mortal, como cuando las agencias funerarias se disputan un fallecido. Pero no entiendo por qué llegó de día y no de noche como en mi tierra. 

Acostumbrado a las figuras abstractas, difusas de la noche, Lucho pensaba más bien que este pájaro de carne y hueso y grandes ojos traía la buena nueva a la Relatoría de la Sala, porque este animalillo, como lo llamaba, seguía inamovible, tranquilo, apacible, cual alumno aplicado, de primera fila, que escuchaba la conversación del juez y su relator ¡Que mirada!

Y antes de las 8 de la mañana, que es la hora de ingreso de todo el personal y litigantes, cuando el barullo de la gente empieza a cortar y pulveriza el silencio, el juez ordenó al relator desalojar al inquilino precario. Ramaycuna gritó con dirección al patio y observando de reojo, con su mirada premonitoria, la oficina del sexagenario y maltratado juez Donatilo Cruz, en donde al eco se le escuchó repetir: ¡Alguien de al lado va a morir!

V

Con la ayuda de otros curiosos trabajadores, sacaron a la lechuza, la cogieron fuerte de las costillas y alas, sin maltratarla, y con un impulso fuerte la hicieron volar por el patio central cubierto por el cielo azul de las mañanas. No se le vio más. Y así pasó diciembre, el mes de la navidad; y no se tuvieron nunca más noticias de la lechuza visitante de las mañanas, pero sí de la muerte, no de Donatilo Cruz, sino del mismísimo y mañanero juez Ramaycuna, quien a bordo del auto familiar, el primer día del año siguiente, al cruzarse con una extraña ave, en la noche oscura de su Chepén natal, se estrelló muriendo instantáneamente. Lucho, el relator, no ha visto nunca más a la lechuza; ahora solo escucha y siente al juez Ramaycuna, como a las tantas figuras difusas, sombrías, cenizas, que caminan a las siete de la noche en ese bosque de arcos, columnas y balcones que es el patio de la Corte de Justicia.