Nueve años después de mi última visita, he regresado a Chulucanas, el lugar donde nací hace cincuenta y ocho años. El viaje ha sido largo, siguiendo el antiguo ramal de la carretera Panamericana, el que atraviesa pueblos de nombres no hispanos: Mochumí, Túcume, Jayanca, Olmos, Ínsculas, Íllimo, Pacora, Olmos, Ñaupe, entre otros.1
De niño hice esta ruta de más 400 kilómetros en auto, en camioneta, en camión o en los buses de Expreso Sudamericano, TEPSA y Cruz de Chalpón. Recuerdo el paisaje: una carretera extendida como una serpiente negra encima de lomas interminables, un sol abrasador, bosques de zapote y algarrobo a ambos lados del asfalto y amplias zonas desérticas. Esta vez, como antaño, me invade una enorme ansiedad: quiero llegar cuanto antes a mi destino.
Elegimos esta ruta porque nos dijeron que la carretera que bordea el mar y atraviesa el corazón del desierto piurano estaba en pésimo estado. Pero —pensándolo bien— la elegimos porque en realidad se trataba de un viaje que era una especie de ajuste de cuentas con mi pasado, una loca carrera en busca de mis más caros recuerdos de la infancia y de los seres que más he querido, muchos de los cuales ya no están en este mundo.
Había, sin embargo, una razón igual o más poderosa que todas las anteriores: que mi hija, Luciana, de diez años, conociera el lugar donde habían vivido sus abuelos. A esta causa se sumaron mi hermano Javier y mi sobrino José Luis, quien iba a conducir de ida y vuelta la camioneta Renault roja que nos llevaría y traería de regreso. Luciana llevaba varias semanas insistiéndome en el viaje, hasta que el azar obró sus simetrías y nos ofreció la oportunidad de realizarlo.
Partimos muy temprano, a la seis de la mañana. En el trayecto, Luciana —quien no pegó un ojo en las siete horas que duró la marcha— abrió su laptop para seguir sus clases virtuales. Yo hice lo propio con la mía para aligerar el trabajo pendiente de la universidad. De rato en rato conversábamos sobre cosas triviales o bajábamos a estirar las piernas y, de paso, a comprar bebidas y algo de comer en las tiendas de los grifos desperdigados por el camino. El tiempo se volvía elástico y esto exasperaba a mi pequeña hija. “¿Papá, cuánto falta para llegar?, ¿Ya estamos en Chulucanas?”, me preguntaba insistentemente.
La Renault surcaba a 90 y, a veces, a 100 kilómetros por hora la pista sinuosa y llena de espejismos. En un momento determinado me llamó poderosamente la atención el letrero con el nombre de un centro poblado menor: Las Ánimas en el que, por supuesto, no había a la vista seres humanos a varios metros a la redonda, sino casas y calles vacías. Nada, ni siquiera burros, perros y cabras surcaban esos espacios fantasmagóricos. ¿Estuvo siempre este pueblo allí? ¿Seguirían viviendo las ánimas en el mismo lugar, por decirlo de un modo metafórico y paradójico? Aunque el nombre del lugar me sonaba, no estaba registrado en mi memoria.
Media hora después, llegamos al Kilómetros 50, un lugar de paso donde se comen las mejores cecinas de Piura. De allí parte el desvío que conduce a Chulucanas. Los verbos ser y estar nos advirtieron que la meta estaba a punto de ser cruzada. Lo primero que mi hija quiso ver fue el Lengash — antiguo nombre del río Piura—. Ella había leído un cuento mío con el mismo nombre y estaba llena de curiosidad por conocerlo. El río indomable y torrentoso, no obstante, estaba seco, indefenso, como una fiera dormida. Así lo vimos desde la altura del puente Ñácara.
Al día siguiente, lo primero que hicimos con Luciana fue un recorrido por todos los lugares vinculados con mi infancia: la escuela donde estudié, la casa donde viví y ciertos lugares más donde fui muy feliz. Luego fui a colocarles flores, esta vez en compañía de mis hermanos, a mis padres y a todos mis muertos más queridos. Por la tarde fui a recobrar los sabores de las comidas y comprobé que el cerebro es engañoso, que el gusto y el placer son épicos, que la memoria del paladar es una trampa y que nosotros nunca volvemos a ser los mismos. Probé el pan y supe que ya era como el que hacía el panadero Manano en su horno de barro. Probé el Seco de Chabelo y comprobé que ya no era el que cocinaban con fuego de leña en la picantería Todos vuelven. Probé y probé varias cosas más y tuve la certeza de que somos hijos de un pasado que jamás podemos recobrar. Mientras tanto, Luciana, rodeada de cariño y de sus sobrinas —de menos edad que ella— era tan feliz como yo lo había sido cuando tenía su edad.
El domingo tomamos el camino de regreso, otra vez muy temprano. El plan era estar en Trujillo a las dos de la tarde, pero un imprevisto paro agrario nos detuvo más de lo debido y tuvimos que tomar la carretera que conduce a El Brujo y luego tomar La Costanera hasta llegar a Huanchaco y de allí a Trujillo; es decir, ya lejos, muy lejos, lejos del mundo perdido que acabábamos de dejar hacía apenas unas horas.
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SOBRE EL RASTRO no se solidariza con las opiniones de nuestros columnistas
- Suplemento Enfoque del diario La Industria de Trujillo, domingo 28 de noviembre del 2021 ↩︎