César Vallejo Santiago de Chuco

De la provincia y el mundo, una columna de Luis Eduardo García

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El riesgo de mirar el mundo de manera estrecha y provinciana es que puede darnos una idea equivocada de lo que valemos. En el arte, uno puede partir de lo específico, pero la proyección de lo que hacemos tiene que ser universal, de lo contrario creeremos que la realidad se reduce a lo que nuestra limitada perspectiva nos permite.1

En su novela Solenoide, Mircea Cărtărescu cita el caso de Efimov, uno de los personajes centrales de la novela Niétochka Nezvánova de Fiódor Dostoyevski, quien aprende a tocar el violín con pasión e inspiración y es muy célebre en la provincia remota donde vive. Efimov, debido a esa minúscula celebridad territorial y a una repentina soberbia, llega al extremo de creerse el mejor violinista del mundo. Un día, sin embargo, llega a su pueblo un verdadero violinista, alguien con una experiencia más universal, y brinda un extraordinario concierto. Luego de escucharlo, Efimov abandona el violín y no vuelve a tocar más en su vida. Así acaba, dice Cărtărescu, sus días un “pobre hombre seducido por el diablo de la provincia”, el autoengaño y la gloria ridícula.

Distintos son los casos de César Vallejo, Fernando Pessoa y V. S. Naipaul. Los tres crearon una espléndida literatura a partir de los temas banales que les proporcionaron los mundos provincianos en los que nacieron: Santiago de Chuco, Lisboa y Chaguanas (Trinidad y Tobago), solo que ellos aspiraron a lo universal, a eso que según el DRAE “comprende o es común a todos” y se logra a través de la conexión con las fibras más íntimas del alma humana.

Estos autores mencionados elevaron a una categoría estética superior lo cotidiano, lo local y lo simple a través del lenguaje y el sentido de la existencia. Los tres, además, no se dejaron persuadir por el diablo de la provincia y la soberbia y construyeron, desde la periferia, una visión cosmopolita del mundo gracias a las lecturas y las relaciones políticas y culturales que cultivaron. Esta es la única manera de romper una estructura cultural de poder: un centro que acapara todo y una periferia que pugna, sin ninguna posibilidad de éxito, por conseguir un pedazo de los privilegios de ese centro.

Es curioso que en un mundo interconectado y globalizado algunos escritores defiendan la idea de que lo local es lo único auténtico y vendan su alma al diablo de la soberbia y el chauvinismo provinciano. Peor todavía: que ignoren que la lengua en la que escriben, el español, es una lengua de la periferia que, aunque cuente con más de quinientos millones de hablantes, no es todavía una lengua de poder. La importancia de una lengua, de acuerdo a Fernando Iwasaki, está determinada “por su grado de influencia en la vida cotidiana de las sociedades o en la aprehensión del conocimiento”. Quizás lo primero lo tenga el español, pero no lo segundo.

En su libro Momentos literarios, V. S. Naipaul confiesa que de joven sintió que carecía de una “tradición literaria viva” y que haber nacido en una colonia era un lastre para su vida. Pero tras una serie de dificultades y fracasos, adquirió conciencia de la historia de Trinidad, de su origen hindú y del objetivo personal que perseguía; entonces se lanzó a escribir sin mayor temor que su propia capacidad y se apropió del mundo que tenía al alcance de la mano, de las calles de su barrio, de las personas que lo rodeaban, de los recuerdos que alimentaban su vida provinciana; es decir, decidió ser universal.

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SOBRE EL RASTRO no se solidariza con las opiniones de nuestros columnistas

  1. Publicado en el suplemento Enfoque del diario La Industria de Trujillo el 17 de marzo del 2019 ↩︎